sábado, 19 de junio de 2010

Desahogo.

Llueve. Llueve otra vez por tantos días. Trato de imaginar cómo es el sol. Tal vez cálido, tal vez amable. O tal vez no exista. Como tantas cosas que creí que eran y ya no son. Como la manera en que me mirabas cuando me sentaba aquí mismo a escribir, a ordenar palabras. Con esa mirada tranquila e impenetrable que provenía de un interior que quizá nunca llegué a conocer.

Ha llovido por cinco días sin parar. A veces con gotas suavecitas que más bien son un murmullo, delgado y transparente. A veces con ruido sobre el techo de millones de gotas, fuertes y acompasadas. Llueve tanto que en las paredes se dibujan toda clase de formas causadas por la humedad que se cuela por todas partes. No hay un alma en la calle, y es que nuestros treinta grados de siempre, nuestro verano eterno, han bajado a menos de veinte. Nadie quiere salir. Ahora me envuelvo en la colcha y mato el tiempo fumándome el cigarro de siempre, contemplando las siluetas que el humo dibuja en el aire y escribiendo esto.

El agua se lo está llevando todo. El jardín que con tantas ganas decidiste sembrar cuando recién nos casamos, se está yendo por la alcantarilla. Al principio traté de rescatar las violetas. Ya ves, esas matitas se dañan con un suspiro. Pero en menos de diez minutos no había más que lodo. Siempre lo supe, no iban a durar mucho. Apenas seis meses y allí van, con sus pequeñas flores hechas una maraña de desperdicio. Lamentablemente como todo lo que dejaste atrás, tus discos, tus libros, tu ropa, tus perfumes; el despertador que ya no despertaba a nadie, tu navaja suiza, tus inútiles chunches de cocina; todo eso, que en un memorable acto de valentía, instalé en tres o cuatro cajas hace menos de una hora para dejarlas abandonadas y sin una explicación en la esquina más ahogada de una calle.

“Aquí se acaba todo”, dijiste hace más de un mes y tiraste la puerta de un golpe. Como si hubiera sido necesario. No iba a correr detrás de vos. Suficiente era con el cansancio de verte deambular por la casa como una sombra, sembrado hasta la cabeza en tu precioso jardín.

“Allá se acabó todo”, te digo. En una calle equis, el agua bajaba tan rápido y llovía tan fuerte que no tuve tiempo ni de verle el nombre.