El café se enfrió mientras pensaba qué hacer con mi vida.
Y allí queda un espacio largo, bien largo, entre el momento en que sale el sol y el ritual de irse vaciando. Es que parece como si todas las cosas, toda la ciudad, el país entero, todas las canciones estuvieran llenos de recuerdos que me persiguen por todas partes. No iba a ser fácil ni corto el proceso. Tendría que haberlo adivinado, porque mientras veo fotos de quiénsabequién en Facebook para anular el tiempo, pasa por allí una foto del centro comercial en el que caminaba un medio día de finales de julio con mi vestido de verano, un café en la mano y una de las gomas más memorables de la historia. Caminaba entre carros, buscando su carro en el parqueo, el sol era fuerte y probablemente yo sonreía. Siempre sonreía, supongo. No era consciente de que todo se iba a desgastar y que le quedaba tan poco a la felicidad de esos momentos en que yo lo transformaba en mi oasis. Sí, un oasis. Esas cursilerías que inventé para nombrar las cosas, los sentimientos, las emociones; todo eso que era inexplicable y que de alguna manera se tenía que explicar. Por supuesto: con un nombre. Mi oasis.
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